miércoles, 6 de diciembre de 2006

LOS DELIRIOS DEL OFICIAL ALEJANDRIA


De noche, cuando del oficial Alejandría apenas se ve su chaleco fosforescente ardiendo en la esquina, cualquiera podría confundirlo con un policía de verdad. Algo viejo, de repente, por la inclinación de su silueta hacia la vereda: como un dinosaurio con quepí. Algo atolondrado ya que es un implacable escribidor de papeletas, músico endiablado del silbato y espadachín de ese palo que le sirve entre otras cosas: para dirigir el caótico transito, no caerse al suelo y trancar la puerta de su cuarto por para que nadie lo vaya a matar.

Al menos eso dice mientras señala una quinta peligrosa ubicada a media cuadra de su esquina de trabajo: Huamanga con 28 de julio, al frente de el local de la Policía de transito Lima Sur. Allí el oficial Alejandría, con su bochornosa lentitud de semáforo malogrado, soporta la sinrazón del estribillo de moda: Porque si a la policía se le respeta a él los conductores lo mandan al diablo

- ¿Qué hace con ese uniforme?- le increpo un capitán de verdad hace algunos meses.
- Yo soy transito, mi capitán, pregúntele a mi comandante, mi capitán- le contesto disfrazado de subalterno, con una seriedad marcial.

La verdad es que Juan Segundo Alejandría Arozemana dirige el transito desde hace diez años y nunca le ha hecho daño a nadie. Las papeletas que el pone son simples anotaciones de placas en un libreta, letras y números ilegibles que solo confirmaran la sospecha de su condición delirante, y en que cada noche, acabada la vigilia entregara a la policía de turno de la oficina zona sur. “ ¿ cuantas papeletas ha puesto hoy, oficial? “Uy, Alejandría, ahora si que batió el record, diez en una sola noche”, “Como para que lo envidie hasta el ministro del Interior” luego o acompañaran a la puerta, donde algunos de de sus colegas policías, riéndose de el lo coimearan, con la moneda de su desprecio: la indiferencia y dejándolo tan solo, tan loco, tan triste que a uno casi le provoca cometer una infracción, es la única manera de despertarle la alegría.

Los niños del barrio lo conocen como Van Basten, que fue su jugador de fútbol favorito, pero que en boca de esos chuiquitos solo es una frase graciosa. Van Basten, Van Basten, Van Basten. Sin embargo. Alejandría, desenfundado su espada cual Quijote ante la presencia del molino, no se mata de risa. Solo recuerda aquella tarde de 1987, cuando sonó el teléfono de su casa y le dijeron que su única hija había dado a luz. “¿Como le ponemos al niño señor?”. Le preguntaron, por que del papa ya ni ella se acordaba. “póngale pues Edgar Jhon Van Basten”, dice que dijo. Lo cierto es que seis años después para que el niño pudiera ingresar al Colegio de Mendocita, en La victoria, Alejandría tuvo que abandonar sus experimentos para vestirse de policía.

- ¿Qué sabe hacer usted?- le preguntó la monja cuando él confesó que no tenía plata.
- Dirigir el transito, madre. Yo he sido Scout de chico, madre, y sé de lo que estoy hablando- en verdad no sabia ni por que lo había dicho.

A partir de ese día el viejo Van Basten ejerció el honorable oficio de cuidar que ningún niño se vaya a morir al cruzar la pista. Hasta ahora le va bien, “ni siquiera a uno lo han atropellado”, cuenta orgulloso de su estadística en blanco, motivo suficiente para que un comandante de la Zona Sur de la Policía de tránsito le ofreciera allá por 1996, de seis de la tarde a once de la noche, la jurisdicción de un metro cuadrado en Huamanga con28 de Julio. “La esquina más peligrosa, pero tengo buen tino”, dice golpeando el cemento con su palo de madera y gritando que por fin vaya a su casa, que hay dos secretos de su vida que deben ser revelados al mundo. El primero responde a la pregunta por que alguien querría matarlo. El segundo tiene que ver con sus experimentos, como la cura para el sida, basada en agua sucia, el ladrillo barato de cáscara de fruta y la harina de tripa de pollo. Van Basten no entiende de reglamentos de tránsito, pero es experto en ciencias inventivas, como él dice.

La quinta empieza en un pasadizo oscuro, largo, donde el único punto de luz es el chaleco de Alejandría, zigzagueando a la deriva. Buscando en la insoportable oscuridad, con esas manos mugrientas, que jamás han rozado un guante blanco, manipula la traviesa cerradura de interior 1. Adentro, un colchón agonizante, tres sillas, diez bateas, un sobrino fumón que saluda, “la paz sea contigo” y una mesa. Sobre ella se encuentra su laboratorio personal: botellas de gaseosa en vez de tubos de ensayo, cuyos líquidos viscosos son un secreto, que quiere revelar a su debido tiempo. Y hasta dice que una vez quisieron entrar a su cuarto para matarlo y robarle sus “experimentos llenos de química que pueden salvar al mundo”. Entonces abre sus ojazos y se quita el quepí, como si otro le hubiera contado, en ese instante, la cerca que estuvo de su asesinato. Colgados en la pared, seis chalecos de transito y un uniforme verde de policía, que algunos colegas, le han pedido que mejor no use.

“Hay gente que no me quiere, y lo sé”, cuenta sacudiendo la cabeza. “yo solo quiero que me den un sueldito” y la sigue moviendo. “Al menos hasta que mi nietecito acabe el colegio”, empieza a temblar. Del otro lado una voz le dice siéntate por favor “la paz sea contigo,tío”

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